domingo, 24 de febrero de 2008

Los nombres del sexo (II)

Y qué emoción aquella la que se nos colaba en las venas cuando en Literatura llegábamos al Romanticismo (¡Cuánto tiene que ver el romanticismo con estos negocios! ¿O tampoco?) y nos encontrábamos con aquella escritora gallega con un libro titulado “Follas novas”. ¡Qué cosas escriben las gallegas! Yo conocí a una que toda su ilusión era hacérselo en el sillón de don Manuel Fraga cuando capitaneaba la Xunta. Ya les contaré si lo consiguió. Ahora no, tiempo habrá. Claro que después uno leía el librito e, incluso sabiendo que la autora era hija del pecado, de los amores de un cura con una niña bien de la tierra, seguiría sin encontrar sentido y sin saber qué tenían que ver aquellos versos con el asunto que realmente nos interesaba. Nada. Sólo las páginas de Ciencias Naturales dedicadas a la reproducción humana y animal les ganaban a las de Rosalía en eso de decepcionar. ¡Qué aburrimiento de naturaleza! ¡Menuda decepción! ¡Pero dios mío, qué es esto! No me extraña que con lecciones así baje la natalidad y siga subiendo el número de anuncios de contactos en los periódicos. “Si en eso consiste la reproducción sexual estamos apañados”, nos decíamos mirándonos nuestras ocultas vergüenzas mientras pensábamos en el penoso futuro que nos esperaba para cuando termináramos de desarrollarnos.
Contactos, otra palabra clave; claro que eso tampoco es amor, no es lo mismo aunque lo parezca, eso es fornicar. ¡Más pecado todavía! Del latín fornicare, que es –fíjense- hacerlo con una prostituta ¿Y también con un prostituto? ¡Qué precisión la de los latinos! Por eso cuando la cosa queda en casa debe decirse con más seriedad, con otra prestancia: “¿Copulamos mi vida? Es sábado y no es fiesta de guardar”. Jodida y afortunada noche que dirían los otros.
Claro que follar también viene del latín: Follis, fuelle, aunque igual el personal tampoco sabe lo que es, el fuelle quería decir, aunque les aseguro que su movimiento podría recordarles a lo que ustedes están pensando.
En ámbitos más místicos se prefiere decir conocer. Y hasta entrar. Conocer es la palabra que usan los traductores de la Biblia. Eso que se llevan los extrovertidos en el cuerpo y la aristocracia que ha perdido el miedo a conocer a gentes de toda condición. ¿Qué será lo que se hace en esos sitios a los que el personal acude “a relajar cuerpo y mente”? En las cuestiones sexuales el eufemismo es el rey. ¿Practicar el coñocimiento –perdonen el el chiste fácil- y la sabiduría? Y así fue que Abraham conoció a... Será verdad que uno no conoce a la otra, al otro –y que me perdone doña Ana Botella-, con todos sus detalles hasta que lo tiene delante, o detrás, que ya hemos hecho la advertencia, hasta que tiene trato con su adversario. Al fin y al cabo conocer es también experimentar, saber y sentir por propia experiencia. “No conoció varón hasta su boda”. ¡Qué cosas! La prueba del pañuelito entre la raza calé, la del algodón en la moderna publicidad. Pero fíjense la importancia del conocimiento en esto de los ayuntamientos, que el tribunal de la ROTA, el órgano eclesiástico que decide qué matrimonios existieron o no incluso después de celebrados, puede basar su decisión en si se perfeccionó el acto o no. Nada de amor. Perfección o imperfección, ese es el dilema. Y se perfecciona lo que se consuma. Y aquí cada cual consume lo que puede.
Lo de tomar o entrar es otra cosa. ¡Válgame dios! En Andalucía la Baja, por ejemplo, puede todavía escucharse la expresión “Entró y se comió la tostá”, en referencia a aquel que probó bocado en casa ajena. No hará falta explicar qué se comió, aunque ya veo que andan cortitos. No se trata de saber si la untó con mantequilla o le puso aceite de oliva, ambas tienen cualidades lubricantes como ya saben. Mucho antes de las bolas chinas, que es un electrodoméstico de última generación, los de Jaén ya se lo montaban con aceitunas antes de mandarlas a rellenar de anchoas.
Lo que sí está más claro es lo que se cuenta cuando se dice que “echó un polvo”. Esta locución entronca directamente con los arcanos y los orígenes más sagrados de nuestra civilización, aunque habrá que advertir que no arrastramos la fama de ser unos linces en eso del sexo. En otras latitudes nos llevaban ventajas; en Occidente ya desde la antigüedad le estamos echando la culpa al estrés y a la esclavitud, antes por unos motivos, ahora por otros, pero esclavos siempre. Debe ser que nos pone ese puntito de perversión. En el Génesis se dice: “Dios formó al hombre del polvo de la tierra, le insufló en sus narices un hálito de vida y así llegó a ser el hombre un ser viviente”. Y de ahí al “polvo eres y en polvo te has de convertir”, un paso: un higo –una manzana dicen otros-, una serpiente y poco más. Y aquellos principios faltaba lo que han puesto después los anuncios publicitarios con la prueba del algodón. En los tiempos modernos una ristra de conocidas se parten el culo en los supermercados buscando al mayordomo de los anuncios. “Así cualquiera tiene la casa limpia de polvo y paja”. Otro tema es el del brillo. ¡Cuánto han hecho don Limpio y otros detergentes por la liberación femenina y la paridad! ¿O será por las paridas? Todo es empezar, como con el sexo.

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