domingo, 25 de enero de 2009

Consultorio: No sé lo que soy

“Me gusta un chico de mi clase. Hasta ahora jamás hubiera pensado que era homosexual. Lo cierto es que él se me insinuó en un pequeño descansillo que hay en los servicios y me quedé.... Él sí tiene pinta de serlo, yo no. Y además alardea de ello. Cuando pasó no me lo esperaba. Sacando un poco de pecho lo más que pude decirle fue: “pero tío, tú de qué vas”. Ahora no dejo de pensar en él, hasta he tenido un sueño erótico y me he masturbado imaginándomelo ya se puede imaginar cómo. No sé que hacer. Si mis padres se enteran seguro que me dejan sin play station lo que me queda de vida. Aunque igual esto no es más que un calentón y de verdad esas cosas a mí no me gustan. ¿Hay algún modo de saberlo?” Pablo P.
No se preocupe, ya ni la Iglesia los quema en la hoguera ni el Gobierno de la nación los manda encarcelar. Espere un poco y cuando lo tenga más claro pida cita en “El diario de Patricia” o como ahora se llame. Vaya y cuente su historia. Ya verá lo feliz que se siente.

Llegar y pegar, el efecto testosterona

Cuentan las crónicas que hubo una vez un buen hombre que mientras tomaba su matutino café con leche migado con pan, aceite y azúcar, con disciplencia de funcionario y aplicado como él solo sabía hacerlo, que sin mediar palabra apenas, se le acercó una señora de buen ver, abrigo largo y negro pero de diario, nada de ostentación ni lujo que advirtiera que era prenda de noche y fiestas del embajador, medias negras, y si uno se fija bien mejor diría eran grises y muy tupidas aunque sin llegar a ser leotardos. Aquel santo varón comprobaría después que eran pantys que guardaban una braga casi pantalón, blancas lino y escasamente elásticas que le cubría a la doña y sin demasiado esfuerzo hasta casi el ombligo.
-¿Follamos? Fue lo único que ella dijo con claridad meridiana, con rotundidad de chica del Tiempo en la tele.
Él, corto de verbo pero con un cacharro a prueba de mediciones, pidió un “por favor, no se me preocupe que en un momento estoy con usted” sin decir una palabra, blandiendo solo un rápido movimiento de pestañas y notando que pernil abajo el monstruo, el cacharro de micciones y otros entretenimientos, emergía de las profundidades del invierno y de aquellos calzoncillos de tergal zurcidos y planchados con mimo aquel mismo amanecer por mamá, la misma que al salir de casa, con la cara recién lavada con nada más que agua fresca, todo lo que daban de sí las tuberías en invierno, le había alabado lo guapo, lo guapísimo que estaba su niño, aquel santo que hoy –ese día decíamos- tenía el guapo subido. Y por supuesto que follaron, no estaba la cosa hace cincuenta años para remilgos ni consideraciones y más para un mozo como el tal, que apunaba manera de soltero empedernido, algo que también se iba convirtiendo en tradición familiar, que no mojaría nunca más, y sólo porque aquella jodienda, inusitada e inesperada le dejó tal regusto que ya nunca quiso, esperando de nuevo a la doña, traicionar el buen sabor en la memoria.
Pescado fresco
Otra mañana, recién abierto el puesto de pescado en el mercado de abastos, sin apenas más tiempo que el imprescindible para colocarse el delantal de hule que la protegería de los avatares y las prisas diarias del negocio, con presura pero con cuidado de no pincharse en los pechos con los imperdibles con que se cogía la parte superior del mismo, con el tiempo exacto decíamos de ordenar sobre la tarima del mostrador y de rociar a tanta exquisitez marina con el poco de hielo picado que le permitiera mantener el tipo del frescor y del recién cogido, que apareció frente al puesto un encopetado caballero con el sombrero ligeramente inclinado, bien afeitado y exhalando efluvios a varón dandy, que señaló sin titubeos de cliente habitual una pescadilla, la misma que agarró con fuerza con su mano derecha como si estuviera a punto de reventarla, pero que terminó dejando sobre el peso (¡A qué vendrían esas confianzas, a nadie jamás lo había permitido ella nunca, el género de siempre se mira pero no se toca, bien claro lo decía el cartelón que tenía a su espalda) jugando a un estudiado equilibrio sobre el plato de la balanza, quedando el bicho marino con medio cuerpo y otro medio fuera pero chorreando boca abajo y con una hilacha de agua ciertamente gelatinosa que cubría sin perder continuidad el trayecto del peso al mostrador. O fue ese modo de coger el bicho como si fuera lo suyo o lo propio en momentos de fruición y solitaria algarabía, o quizá también la manera con la que el mismo, sin duda de nuevo abusando de la confianza, le pasó al rape expuesto para la venta el dedo por la comisura de su boca despatarrada y entreabierta en la que asomaba algo de lengua o lo que fuera, permitiéndose retocarla y recrearse como si jugara dios sabría con qué. La cosa es que o por una o por otra o por las dos, o por ninguna, que también puede ser y estas cosas pasan y no se sabe muy bien el porqué, que la pescadera quedó noqueada y patidifusa, y sin encontrar palabras que sirvieran de mediación para nada, se llevó al del sombrero ligeramente inclinado a la trastienda, una habitación sin más ventilación que la propia puerta que hacía las veces de almacenillo y de recogelotodo, y fue allí sobre un triste rincón que después para siempre le parecería un trozo de la gloria, donde entre pliegos de papel de estraza y bolsas de plástico dispuestas para la necesidad diaria, donde al buen hombre le desvencijó la portañuela y lo dejó de un tirón sin bragueta y con el mandado asomándole cual si fuera la pescadilla de antes que hubiera recobrado la compostura, el rigor y la vida, y a la que ella, con las bragas a ras de suelo, con el mandil y la falda remangados sobre el vientre, casi estorbándole en las tetas enhiestas, empitonadas y hasta arrecidas, como jodieron los dos aquella mañana de la que guardaría –a pesar de la puesta en escena- para siempre la singular memoria, de no explicársela ni de entenderla, pero en la que se corrió como jamás hubiera pensado que era posible con un orgasmo que se prolongó más allá de los cinco minutos, con unos berridos y un acompañamiento músico vocal del que hablaron largo tiempo los vecinos, que a más, conociéndola, todavía daban menos carta de naturaleza al espectáculo.
Pero les prometo que fue así. Ella nunca tampoco se explicó muy bien qué fue lo que pasó. Que ella no era de esas quiso decir alguna vez. Pero lo cierto fue que pasó. Incluso, para salvaguardar su compostura de recatada ideal, algún día lo quiso justificar aludiendo a los extraterrestres, quizá, porque todo hay que decirlo, lo que aquel hombre le cedió para su uso y disfrute aquella mañana de gustosa memoria, si no era de esa naturaleza sabe dios y sus arcángeles que bien podría serlo.
Debieron pasar muchos años para que uno y otra, el del café migado y la pescadera, entendieran que lo de aquella mañana fue una subida inexplicable de la testosterona que les cambio el pulso y la faz hasta hacerlos perder –si se puede decir así- los estribos y la cordura, permitiéndoles sensaciones que cualquiera hubiera imaginado sólo se dan en los anuncios de colonia. Los científicos que son capaces de explicarlo todo, menos mal.