martes, 24 de junio de 2008

Coitus interruptus

Dejémonos de teoría y como entre esto de las líneas la práctica es difícil –ya me gustaría a mí- volvamos a lo nuestro y encontremos por lo menos el ejemplo preciso para explicar todo eso que sabemos y no nos atrevimos a revelar, y si me apuran contarles qué es qué, que no siempre es fácil, que uno también tiene su pudor. Un dilema. Claro que eso –lo de contarles- siempre no es posible, que en esto de los coitos y sus aledaños ni todo es paja ni todo lectura comprensiva del Ananga Ranga y ni tan siquiera del Collar de la paloma. Y mucho menos una selección de las canciones de Mecano, que los hay, que las hay, que se corren con cualquier cosa. Intentemos pues referirles qué es el coitus interruptus para que se hagan una idea de su valor y de su trascendencia, hasta didáctica. Y dicho esto me callo porque en boca cerrada ni entran moscas ni nada ajeno que pudieran suponer.
Contaba mi amiga Lola, con toda la sorna que le habían deparado las muchas lecturas de Sabino Arana desde que tenía uso de razón, y sepan que ésas si no instruyen ni sirven de mucho un punto de morbo sí que te dejan en el cuerpo por lo menos, que cierto día andaba en el salón de su casa engrasando sus partes más pecaminosas, sobre un sofá de auténtica polipiel, que si bien no era muy apropiado para echar una siesta, tenía las dimensiones adecuadas para que los polvos juveniles le supiesen a gloria. Claro que cuando hay ganas tampoco hay que rebuscar mucho para eso de gozar. Pues estaba ella –venía diciéndoles- empernacada sobre su novio de entonces, a la grupa cual especialista en una película de vaqueros o cabalgando como infanta de amazona participante en una carrera hípica de saltos sin obstáculos. Sólo de imaginarla da gusto, así que imagínensela viéndola, y hasta sufriéndola si se ponen en situación. Andaba la tal con las manos apoyadas sobre el respaldo del sofá, mientras manteniendo la cadencia precisa y certera, procuraba tan sólo que el cacharro no se saliera de su sitio, que tampoco es cosa anormal pero desconcentra de las labores propias de la ocasión. Subía y bajaba mi conocida (y sepan que les cuento su narración, que en éstas servidor ni metió ni pinchó ni cortó nada) con ese ritmo que aprendido una vez, igual que el andar en bicicleta, no se olvida nunca. Y si es en bicicleta de salón menos.
Se reconfortaba –me contó la vasca- que en las subidas se veía a ella misma reflejada en un pequeño espejo que quedaba cerca de la puerta con las tetas tersas y desafiantes de la gravedad que dios le dio, y que ya quisieran los de Dermoestética para sus anuncios. Y que yendo ya bien engrasada y con un regusto de esos que no se olvidan fácilmente, que cuando ya empezaban a escucharse los primeros ronroneos de su cuerpo y en la medida que subían de tono y la fiesta iba alcanzando lo que hay que alcanzar, estando ya a punto de correrse sin que le temblasen las piernas y con los abdominales bien marcados, que en medio de los pequeño resoplidos de levantadora de piedras y lo que haga falta, sonó el chirriar de la puerta que tras el descompensado traqueteo de la cerradura fue cediendo a la visita. Fue escucharlo y ver cómo fue entrando la tenue luz del pasillo a la casa. La pobre Lola, que lo refiere con la gracia que dijimos, se quedó con la boca ligeramente desencajada y todo el engrase desapareció como por arte de magia. Y quedaron así, entrambos, en suspenso, como si de pronto fueran un reproductor de dvd y la imagen se pudiese congelar o parar a placer. Y fue así como la punta de él quedó casi rozándola y la boca de ella mantuvo el riptus en un punto de gozo y de desesperación. En fin, que todo se quedó en el aire. Ella la primera y sus tetas mirando a la luna después, y si lo que tenía en la boca fuesen palabras, que tampoco, allí se quedaron a medio salir.
Pobre Lola, con qué garbo lo cuenta. Nunca dio más gracias por la miopía congénita que acarreaba toda la familia. El que fuese, papá supongo –decía ella que tampoco se escapaba- , entró, subsanó el olvido y salió echando leches. Y no como otro, que se quedó con la propia puesta.
Pasado el susto intentaron retomar el compás, reengrasar lo engrasable, intercambiarse algún beso, alguna saliva, un ramillete de bacterias y algún restregón. Pero ya no pudo ser. Ella desde entonces está por decir que lo suyo es un trauma, que ya nunca fue igual, que desde aquella tarde y por ahí dentro, algún músculo no funciona como antes, que sí, que recibe con gusto cuando le dan pero que no, que algo se engurruñó aquella sesión vespertina, que alguna parte de su celebro se bloqueó para siempre, y que ya nunca fue igual. Eso es coitus interruptus y lo demás cuento. ¿Quién no lo sufrió alguna vez? Y eso que ése, o alguna de sus variantes, en los tiempos en los que gobernaba doña Carmen, la Collares, la Sección Femenina de doña Pilar Primo de Rivera, lo enseñó y lo recetó cual si fuera lo mejor de lo mejor, inmersos como andábamos en la crisis del petróleo y a falta de plásticos para el mandado, los chubasqueiros do pito que dijeran los otros, y fundas de crochet aparte. Claro que eso, lo de interrumpir sin traumatizarse debía ser, cuando menos un arte que ahora se reclaman para sí los tántricos como ejercicio de autocontrol, algo que mi querida Lola, no alcanzará a entender nunca, sin trauma por lo menos.

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