domingo, 30 de noviembre de 2008

Consultorio: Pecados por sexo virtual

“En casa somos muy tradicionales, sin llegar a pilar-urbano nuestras creencias religiosas y monárquicas están muy arraigadas y son muy profundas. Antes, cuando los pecados por malos pensamientos nos acuciaban como los cobradores del frac, nos bañábamos con agua fría y rezábamos un rosario que nos garantizaba, si no el perdón la tranquilidad del espíritu por esas del arrepentimiento. Últimamente y por culpa de internet –en casa nos hemos abonado a una adsl en la que todo nos va muy rápido- no hay día que no reciba publicidad de relaciones y contactos, que están sofocando y torturando mi espíritu. Ya no puedo ni encender el ordenador sin que en la pantalla no aparezcan chicos morreándose y metiéndose mano. ¿No será esta tecnología cosa del diablo? ¿No será todo esto pecado?” Eugenio García de Vinuesa.
Los pecados virtuales se pagan con la factura del teléfono. No se preocupe, los expiará después de los primeros meses de gracia.

Despedida de soltero en el chat

Nunca terminó de adaptarse a la vida urbana: compartir el autobús, un portal, subir las escaleras con pasos cansinos y con cierto abatimiento, encender la primera luz y encerrarse en su pequeño piso hasta el día siguiente. Quizá por eso se le fue enturbiando el carácter y haciendo mella en las terminaciones nerviosas que llevaban todo lo que hay que llevar al cerebro. Y pasaban de estas repeticiones ya 33 años, la edad de Cristo, que decían –y dicen- en el pueblo. Así pues, sumando sumando, colgaba sobre su cuerpo 50 tacos con sus días y sus noches. Claro que no los aparentaba. Nunca nadie pudo predecir su edad, el cuerpo enjuto, casi carcomido y empellejado, barbilampiño y rubiazco, malos pelos pero muchos, no ayudaban en la adivinanza.
A ella la conoció el primer día que entró a trabajar en la empresa que lo recogería –o eso creía - de por vida y como si fuera una oenegé de ayuda al mundo rural. Ella también venía de esas lindes. Carnicera, dijeron alguna vez que fue antes de monja, por decir algo, de auxiliar administrativa especialista en arqueos y silencios meticulosos, para ser precisos. Él la tenía delante como mínimo 8 horas al día, y algunas jornadas, cuando la dirección imponía balance, más. Cinco años la tuvo enfrente sin cruzar más de dos palabras en todo ese tiempo, palabras siempre áridas y técnicas, que contaban de números, expectativas y beneficios. Y así mirándola y remirándola, se fue obsesionando, recomiendo por dentro, deseándola. Nunca sabré si el amor será eso, pero aquello que recorría desde su epidermis hasta lo más hondo de sus vísceras, deben saber que si al principio eran poco más que unos cuantos números por cuadrar, se fue convirtiendo en un estremecimiento continuo que no lo dejaba ni atrás ni alante. Se llegó a obsesionar tanto, que en su soledad de jefe de Contabilidad –los jefes siempre están solos- se mataba a pajas pensando en ella. Y si en el despacho encontraba algún sitio en el que una rendija permitiera verla y mirarla la pasión estaba servida. Y si no sin verla en los retretes escamondados y oliendo a fresas y lejía. Y en los soliloquios de su piso relimpio por una señora por horas vuelta a empezar. Se hacía todas las que podía y ya a veces hasta sin ganas, casi de forma mecánica, sin que existiera incluso relación entre los movimientos de su mano y la información desvariada que llegaba a su cerebro. Y es que a veces ya, de tanto batir el trasto, ni le salía nada y sólo cierto regusto y algo de calambre en la entrepierna le anunciaban que una vez más el objetivo se daba por conseguido.
Y es que al mozo todo le venía al dedillo para sus correrías y pensamientos. Si ella llegaba en vaqueros, bien, con minifalda estupendo, con escote y canalillo fascinante, con chaleco de cuello alto sensual... Acudiera como acudiera el deseo estaba servido hasta convertirse en la callada obsesión que dijimos. Fueron días felices en los que él no hacía daño a nadie y en los que la imagen de ella se fue grabando como a fuego en las palmas de sus manos al ritmo de un dale continuo que te pego. “Cuando sea mayor... –se decía o pensaba- cuando sea mayor será mía.” Y en esas se quedaba dormido con el cacharro entre las manos y soñaba que ella le decía “Si, quiero”, sin que nada tuvieran que ver el debe, el haber o las entradas en caja. Ahora se cumpliría el sueño.
Tuvo que pasar lo que pasa en las empresas, que un Expediente de Regulación de Empleo, un quítate de ahí que ya no te quiero, los plantara en la puerta del negocio con una pancarta en la que contaban que después de tantos años, de veras, de corazón, que no esperaban eso. Y así, cogidos del mismo pasquín se miraron y hablaron de lo hermoso que estaba el día a pesar de los pesares, de la densidad del tráfico y del buen ambiente que había en la calle a esas horas. Y fue así que sin saber cómo, quedaron para tomarse juntos unas tostadas y un café. Con leche ella, cortado él. Pero sobre todo quedaron para mirarse, mucho, muchísimo, todo lo que se permite mientras se unta el pan con mantequilla o se chorrea de aceite una rebanada dorada de pan. Y así hasta que se cruzan, en esa parte del cerebro en la que se guardan las cosas que no se saben, los retazos del Último tango en París, con las rodillas desnudas de ella, aprovechando que la falda ligeramente se ha corrido, poco pero lo suficiente, sobre la tersa piel de sus piernas.
Por eso ahora, cuando la noche se ha colado en su piso de soltero (¡Qué antiguo llamarlo así!) ofrecido ya en las ofertas de alquiler, a punto de casamiento, con la maleta preparada con las últimas mudas y alguna camisa por estrenar, ha sabido que su despedida de aquellas cuatro paredes en las que tanto había gozado no podía tener sólo y como epílogo el ceceo dulce y suave de la ministra de Igualdad entrevistada entre las luces y las sombras de la tele. Con sus primeros planos y sus palabras acompasadas y medidas de fondo ha encendido el ordenador y ha buscado casi como ignorante y novato un chat en el que celebrar su mejor despedida de soltero. En la tele han puesto publicidad mientras él tecleaba su nick y se hundía en la vorágine de conversaciones infinitas y jeroglíficas, salpicadas de símbolos que dicen cuentan sensaciones y pensamientos. Hoy quiere que todos y todas sepan que se despide, así, sin más fiesta que la digital. Él nunca conecta la webcam, pero sí activa aquellos usuarios que usan el servicio y que se ofrecen en toda su decadencia o esplendor, que de todo hay, no hace falta ni decirlo. Le daría pudor hacerlo y hasta vergüenza que le vieran allí sentado, mirando, que es sobre todo lo que a él le gusta, mirar y remirar e ir imaginando lo posible y lo imposible, como en los cuentos. Así es cómo en la pequeña pantalla en la que se reproducen los vídeos se ha colado Lupita con una lengua grande y larga -casi de diablesa, ha pesando- que la mueve sinuosa mientras parece que intenta recitar un extraño poema lleno de gemidos y deseos. “¿Cuántas pollas de veras se habrá comido ésta?”, piensa mientras casi sin esperárselo, sin goce apenas, su esperma ha dado un triple salto mortal y se ha estampado sobre la brillante pantalla de su portátil. Después ha visto como la lechada se ha ido desparramando lentamente monitor abajo y ha creído escuchar por un momento el crepitar de los espermatozoides asándose.